Lala te ordena, tu obedeces

Fetiche
Primer sexo
Sumisión

En la penumbra de la habitación, Lala, una mujer menuda pero imponente, se ajustó la blusa de seda negra, cuyos botones superiores quedaban desabrochados, dejando apenas entrever su delicado escote. La forma perfecta de sus pechos y la confianza con la que se movía eran suficientes para captar toda la atención. Su figura, pequeña y ágil, se complementaba con unas curvas precisas: un trasero que, bajo la falda ajustada, parecía tallado para provocar.

Desde el sillón, Jorge no podía apartar los ojos de ella. La había conocido en una reunión de amigos, donde su carácter firme y mirada penetrante lo habían desarmado. Ahora, sentado frente a ella, sabía que estaba a su merced.

Lala cruzó la habitación con pasos lentos y deliberados, sus tacones resonando sobre el suelo de madera. Se detuvo frente a él, apoyando las manos en sus rodillas, inclinándose lo suficiente para que su perfume, una mezcla de vainilla y especias, lo envolviera por completo.

—Quítate la camisa —ordenó con voz suave, pero firme. No era una sugerencia; era una instrucción.

Jorge obedeció, sus manos temblando ligeramente mientras desabrochaba los botones. Lala lo observaba con una ceja arqueada, como si evaluara cada movimiento. Cuando terminó, ella sonrió, esa sonrisa que era tanto una promesa como un desafío.

Se subió sobre él, sus manos pequeñas pero firmes apoyándose en su pecho desnudo. A pesar de su estatura, la forma en que lo miraba desde arriba hacía que Jorge se sintiera pequeño, vulnerable. Sus dedos recorrieron su piel con una mezcla de caricia y dominio, trazando líneas lentas que encendían cada centímetro de su cuerpo.

—¿Ves lo fácil que es para mí tenerte así? —preguntó Lala, su tono goteando seguridad. No esperó una respuesta. Su boca se acercó a su oído, dejando escapar un susurro cargado de intención antes de morder suavemente el lóbulo, arrancándole un gemido contenido.

Sin apartarse, se deslizó lentamente, su trasero rozándolo de forma calculada. La falda se alzó un poco más, dejando a la vista sus muslos torneados y perfectos. Jorge intentó tocarla, pero Lala lo detuvo agarrándole las muñecas.

—Yo decido cuándo —sentenció, apretándole las manos contra el respaldo del sillón. Sus ojos lo miraron intensamente mientras su cuerpo se movía con un ritmo lento y delicioso, marcando el compás de una tortura placentera.

La noche apenas comenzaba, y Jorge sabía que estaba completamente a disposición de Lala, su pequeña pero imponente dueña.

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